domingo, 23 de febrero de 2025

EL ARTE DEL AZOTE, por JEAN-PIERRE ENARD y MILO MANARA

  

EL ARTE DEL AZOTE, por JEAN-PIERRE ENARD y MILO MANARA



Jean-Pierre Enard, nacido en 1943 en Francia y fallecido prematuramente en 1987, es un nombre que resuena con un eco discreto pero profundo en los círculos literarios franceses, un escritor cuya vida breve estuvo marcada por una curiosidad insaciable y una pluma afilada que destilaba humor e irreverencia. Aunque su biografía pública es esquiva —pocos detalles han trascendido sobre su infancia o formación—, se sabe que creció en un ambiente donde la literatura era un refugio y una provocación. Periodista de profesión, colaboró con publicaciones satíricas como Hara-Kiri, una revista que desafiaba las normas con un tono mordaz y libertino, lo que moldeó su estilo: directo, descarado y cargado de una sensualidad que no pedía permiso. Su carrera literaria despegó con relatos y novelas cortas que exploraban los rincones oscuros y placenteros de la psique humana, siempre con un toque de ironía que desarmaba al lector. Enard no era un moralista; prefería observar desde las sombras, riéndose de las hipocresías sociales mientras encendía las pasiones de quienes se atrevían a leerlo. Su obra más célebre, El arte del azote, publicada póstumamente en 1988 con ilustraciones de Milo Manara, lo consagró como un maestro del erotismo literario, un título que él probablemente habría aceptado con una sonrisa socarrona.

Por su parte, Milo Manara, nacido el 12 de septiembre de 1945 en Luson, una pequeña localidad del Tirol del Sur italiano, es un titán del arte erótico ilustrado, un dibujante cuya línea sensual ha seducido a generaciones. Hijo de una familia modesta, su infancia transcurrió entre las montañas y los libros, pero fue en Verona, durante sus estudios de arquitectura —que nunca terminó—, donde descubrió su verdadera vocación: el cómic. Influenciado por los grandes del fumetti italiano y por artistas como Moebius, Manara debutó en los años 60 con historias policiacas y westerns, pero pronto encontró su voz en el erotismo. Su colaboración con Hugo Pratt en El gaucho y Un verano indio lo catapultó a la fama, mostrando su habilidad para fusionar narrativa y sensualidad. Sin embargo, fue con obras como El clic y El perfume del invisible donde su estilo —curvas perfectas, rostros expresivos y una atmósfera cargada de deseo— alcanzó la cima. Cuando Enard y Manara se unieron para El arte del azote, el resultado fue explosivo: un matrimonio perfecto entre texto y dibujo, donde la prosa atrevida del francés encontró eco en las imágenes provocadoras del italiano. Manara, aún activo, sigue siendo un ícono, un hombre que ha hecho del placer visual un arte universal.

El arte del azote no es un libro que se lea a la ligera; es una experiencia que se saborea, un juego de seducción que empieza en la portada y no termina hasta que el lector, casi sin aliento, cierra sus páginas. Publicado en 1988 por Glénat en Francia y recuperado en España por Norma Editorial, este relato ilustrado de 96 páginas comienza con una premisa tan simple como incendiaria: un hombre, atrapado en la monotonía de un viaje en tren, se topa con una mujer misteriosa que despierta en él una obsesión inesperada. Jean-Pierre Enard teje una historia que no se anda con rodeos: desde las primeras líneas, su protagonista —un narrador anónimo pero irresistiblemente humano— confiesa su fascinación por el azote, no como castigo infantil ni aberración, sino como un ritual refinado, una danza de poder y placer que trasciende lo físico. Con un lenguaje que oscila entre lo poético y lo explícito, Enard convierte cada vagón del tren en un escenario de confesiones, recuerdos y fantasías, mientras el traqueteo de las vías marca el ritmo de una tensión que crece con cada palabra.

Milo Manara, por su parte, no se limita a ilustrar; amplifica. Sus dibujos, realizados en tonos sepia que evocan un aire nostálgico y prohibido, capturan a la perfección la esencia del texto. Cada trazo —las curvas de una cadera, el arco de una espalda, la mirada furtiva de una desconocida— es una invitación a perderse en la escena. El tren, con sus compartimentos estrechos y sus cortinas corridas, se transforma en un microcosmos de deseo, un lugar donde lo público y lo privado se rozan peligrosamente. Enard estructura el relato como una serie de viñetas narrativas: el protagonista recuerda su iniciación en este “arte” a manos de una amante experimentada, reflexiona sobre su historia cultural —desde las cortesanas de Versalles hasta las institutrices victorianas— y se sumerge en encuentros fugaces con pasajeras que, voluntaria o accidentalmente, alimentan su fetish. La prosa es rica, juguetona, llena de metáforas que convierten el acto del azote en una metáfora de la vida misma: un equilibrio entre control y entrega, entre dolor y éxtasis.

Lo que hace de El arte del azote una obra adictiva es su capacidad para mantener al lector en vilo, siempre al borde de lo explícito pero nunca cayendo en lo vulgar. Enard juega con la anticipación: cada capítulo promete una revelación, un clímax que se retrasa con maestría, mientras Manara acompaña con imágenes que son a la vez delicadas y descaradas. Hay momentos de humor —el protagonista se ríe de su propia obsesión, de cómo un sonido o un gesto lo llevan al borde de la locura—, pero también de introspección, cuando se pregunta si este deseo lo define o lo libera. La mujer del tren, una figura esquiva que aparece y desaparece, encarna el misterio central: ¿es ella víctima, cómplice o maestra? El libro no da respuestas fáciles; prefiere provocar, excitar, dejar al lector con el pulso acelerado y la mente encendida.

Entre los pasajes más memorables está una evocación de la infancia del narrador, donde un castigo escolar se transforma en su primer despertar erótico, un recuerdo que Manara ilustra con una sensibilidad casi onírica. Otro instante cumbre es el encuentro con una pasajera que, tras una conversación banal, accede a un juego privado en el compartimento, una escena que combina tensión narrativa y un dibujo tan vívido que parece saltar de la página. El libro culmina no con una resolución tradicional, sino con una reflexión abierta: el arte del azote, dice Enard, es tan antiguo como la humanidad, un hilo que conecta culturas y épocas, un secreto que todos llevamos dentro aunque pocos se atreven a nombrar. Manara cierra con una imagen final que es puro enigma: una silueta en la penumbra, un adiós que invita a volver al principio. El arte del azote no es solo un clásico del erotismo; es una obra que desafía, seduce y perdura, un testimonio del genio de dos creadores que entendieron que el deseo, como el arte, no tiene límites.






No hay comentarios:

Publicar un comentario