domingo, 23 de febrero de 2025

APOLOGIA DE UN MATEMÁTICO, por GODFREY HAROLD HARDY

  

APOLOGIA DE UN MATEMÁTICO,  por GODFREY HAROLD HARDY


Godfrey Harold Hardy, nacido el 7 de febrero de 1877 en Cranleigh, Surrey, Inglaterra, emergió como una figura imponente en el panorama matemático del siglo XX, un hombre cuya vida y obra se entrelazan con la belleza abstracta de los números y las ecuaciones. Hijo de una familia modesta de educadores —su padre, Isaac Hardy, era tesorero y profesor de arte en una escuela secundaria, mientras que su madre, Sophia, había sido maestra—, Hardy mostró desde niño una inclinación natural hacia las matemáticas, un talento que parecía fluir en sus venas como un río subterráneo esperando ser descubierto. A los dos años, cuentan, ya escribía números con una precisión que desconcertaba, y aunque inicialmente su infancia no estuvo marcada por una pasión ardiente por las fórmulas, sí lo estuvo por una competitividad feroz que lo llevó a destacar en los exámenes y a ganar becas. Esa ambición lo catapultó a Trinity College, Cambridge, donde se forjó como uno de los matemáticos más brillantes de su generación, un “auténtico matemático”, como lo alababan sus contemporáneos, alguien que vivía y respiraba la pureza de las ideas abstractas.

Hardy no era un hombre común. Ateo declarado, pacifista convencido y excéntrico en sus maneras, se movía entre los círculos intelectuales de Cambridge con una mezcla de timidez y firmeza moral. Su rechazo a la guerra y a los usos bélicos de la ciencia lo marcó profundamente, especialmente durante los oscuros años de la Primera y Segunda Guerra Mundial. Fue un miembro destacado de los Apóstoles de Cambridge, un grupo de élite intelectual donde compartió ideas con figuras como Bertrand Russell y John Maynard Keynes, y su vida social se cruzó también con el grupo de Bloomsbury, un hervidero de artistas y pensadores. Sin embargo, su verdadero amor no estaba en las conversaciones de salón, sino en las demostraciones silenciosas de teoremas. Su colaboración con John Edensor Littlewood dio frutos extraordinarios en el análisis matemático y la teoría de números, pero fue su relación con el genio indio Srinivasa Ramanujan la que marcó un hito inolvidable en su carrera. Hardy reconoció en Ramanujan una mente prodigiosa, casi mística, y lo trajo a Inglaterra, guiándolo como mentor y amigo. “Descubrir a Ramanujan fue mi mayor contribución a las matemáticas”, diría sin titubear en una entrevista con Paul Erdős, y en una conferencia llegó a calificar esa relación como “el único incidente romántico” de su existencia.

A pesar de su brillantez, Hardy era un hombre de contradicciones. Detestaba la pompa y las ceremonias —se negó a ser fotografiado en su investidura como miembro de la Royal Society— y tenía una pasión desmedida por el críquet, que seguía con la misma devoción que ponía en sus teoremas. Su salud, frágil desde joven, lo llevó a un infarto en 1939, y a medida que envejecía, sintió que su capacidad creativa se desvanecía. Fue en este crepúsculo de su vida, a los 62 años, cuando escribió Apología de un matemático, un ensayo publicado en 1940 que no solo es una defensa apasionada de su oficio, sino también un lamento íntimo por lo que había perdido. Murió el 1 de diciembre de 1947, dejando tras de sí un legado que abarca desde la desigualdad que lleva su nombre hasta la ley de Hardy-Weinberg en genética, aunque él siempre prefirió ser recordado por su trabajo en la teoría de números, esa “reina de las matemáticas” que veneraba con fervor casi religioso.

Apología de un matemático no es un libro cualquiera. Escrito en un momento de profunda melancolía, cuando Hardy sentía que su mente ya no tenía la frescura para crear nuevos teoremas, este ensayo es una joya literaria que trasciende las matemáticas para adentrarse en la filosofía, la estética y la condición humana. Desde las primeras páginas, Hardy nos toma de la mano y nos guía por un sendero que serpentea entre la pasión y la tristeza, confesando que escribe porque, como cualquier matemático mayor de sesenta años, ha perdido la energía para innovar. “La función de un matemático es hacer algo, no hablar de lo que ha hecho”, dice con una mezcla de orgullo y resignación, y sin embargo, lo que sigue es una defensa elocuente de las matemáticas puras, esas que no sirven para construir puentes ni armas, sino para deleitar el alma con su belleza intrínseca.

El libro se despliega en capítulos breves, casi como pinceladas de un cuadro impresionista, donde Hardy argumenta que las matemáticas valen la pena no por su utilidad, sino por su elegancia. Compara un teorema perfecto con una pintura de Rafael o un verso de Shakespeare, insistiendo en que la verdadera grandeza de su disciplina reside en lo inútil, en lo que no puede ser corrompido por los horrores del mundo. La teoría de números, su gran amor, ocupa un lugar central: para Hardy, los números primos y sus misterios son la cima de la creación intelectual, un reino donde la profundidad y la originalidad se alían para producir algo eterno. No escatima en desprecio hacia las matemáticas aplicadas, a las que tacha de “triviales” y “aburridas”, aunque reconoce que genios como Einstein o Maxwell, con sus aportes prácticos, alcanzan una estatura estética comparable a la de los puristas.

Pero Apología es mucho más que un tratado sobre teoremas. Es un grito de guerra y un réquiem al mismo tiempo. Hardy, un pacifista que veía con horror cómo la ciencia se doblegaba ante la maquinaria bélica de la Segunda Guerra Mundial, defiende la idea de que perseguir знания por su propio sake es un acto de resistencia. “Nunca he hecho nada útil”, proclama con una mezcla de desafío y alivio, feliz de que sus descubrimientos no hayan alterado “la amenidad del mundo” ni para bien ni para mal. A lo largo del texto, reflexiona sobre la juventud como el único momento para la creación matemática —“es un juego de hombres jóvenes”, sentencia— y se lamenta por la inevitable decadencia que trae la edad. Este tono melancólico, que C. P. Snow describe en su prefacio como “una tristeza inquietante”, impregna cada página, haciendo del libro un testamento personal tanto como una lección universal.

Entre los pasajes más memorables está su análisis de la belleza matemática, donde usa ejemplos como el teorema de Euclides sobre la infinitud de los primos o el de Pitágoras para ilustrar cómo la simplicidad y la inevitabilidad confluyen en algo sublime. Hardy no escribe solo para matemáticos; su prosa, clara y cargada de humor inglés, invita a los profanos a asomarse a la mente de un genio en su ocaso. Habla de ambición, curiosidad y orgullo como los motores de su vida, y aunque admite que su apología es egoísta —una defensa de sí mismo tanto como de su ciencia—, logra que el lector sienta esa fascinación íntima por las ideas puras. El libro culmina con una reflexión sobre la inmortalidad: si algo puede perdurar, dice, es el logro matemático, más duradero que cualquier imperio.

Apología de un matemático ha sido aclamada como una de las mejores ventanas a la mente de un matemático profesional, un texto que Graham Greene equiparó a los cuadernos de Henry James por su retrato del artista creativo. Para Hardy, fue una despedida, un intento de explicar a la próxima generación por qué dedicó su vida a algo tan abstracto y, al mismo tiempo, tan vital. Es un libro que seduce por su honestidad brutal, que atrapa por su mezcla de arrogancia y vulnerabilidad, y que deja al lector preguntándose si, en efecto, la belleza inútil no será, al final, la más necesaria de todas.




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