domingo, 23 de febrero de 2025

EL LIBRO DE LOS ABRAZOS, por EUDARDO GALEANO

 


EL LIBRO DE LOS ABRAZOS, por EUDARDO GALEANO



Eduardo Galeano llegó al mundo el 3 de septiembre de 1940 en Montevideo, una ciudad que late al ritmo del Río de la Plata, con sus tangos y sus nostalgias. Nació en el seno de una familia católica de clase media, hijo de un empleado público y una gerente de librería, un hogar donde los libros y la fe se entrelazaban como ramas de un mismo árbol. De niño, soñaba con ser santo, una ambición que confesó con una mezcla de candor y humor, aunque pronto descubrió que la santidad no era su camino. A los trece años, ya dibujaba caricaturas bajo el seudónimo de “Gius” —un guiño a la difícil pronunciación de su apellido Hughes— para el diario socialista El Sol, mostrando una precocidad que anunciaba al narrador incansable que estaba por venir. Su juventud fue un collage de oficios: obrero en una fábrica de insecticidas, mensajero, cajero de banco, pintor de carteles, hasta que el periodismo lo reclamó como suyo. En 1960, con apenas veinte años, asumió la dirección de la revista Marcha, un semanario que se convertiría en leyenda, y más tarde fundó Brecha junto a figuras como Mario Benedetti. Pero la vida de Galeano no fue un plácido paseo por las letras; el golpe militar de 1973 en Uruguay lo encarceló y lo empujó al exilio, primero a Argentina y luego a España, donde vivió en la costa catalana hasta 1985. Fue en ese destierro donde escribió algunas de sus obras más icónicas, como Las venas abiertas de América Latina, un grito contra el saqueo histórico del continente que resonó en generaciones enteras.

Regresó a Montevideo cuando la dictadura aflojó sus garras, y allí, entre las mesas del café El Brasileiro, encontró un refugio para sus pensamientos y sus charlas. Dirigió su propia editorial, El Chanchito, y siguió tejiendo historias hasta que el cáncer de pulmón, que enfrentó con una operación en 2007, lo alcanzó finalmente el 13 de abril de 2015. Galeano no fue solo un escritor; fue un cronista del alma humana, un defensor de la memoria y un poeta de lo cotidiano. Su vida estuvo marcada por una sensibilidad que lo llevó a retratar tanto la belleza como el dolor de América Latina, con una pluma que combinaba periodismo, narrativa y ensayo en un estilo único. Sus libros, traducidos a más de veinte idiomas, rompieron moldes y cruzaron fronteras, desde las reflexiones históricas de Memoria del fuego hasta las crónicas futboleras de El fútbol a sol y sombra. Pero entre todas sus creaciones, El libro de los abrazos, publicado en 1989, brilla como una joya singular, un testimonio de su capacidad para capturar lo esencial de la vida en fragmentos que tocan el corazón. Su muerte dejó un vacío, pero también un legado que sigue vibrando en quienes lo leen, recordándonos que, como él mismo dijo, “el mejor de mis días es aquel que debe todavía estar por venir”.

El libro de los abrazos no es una novela al uso, ni un ensayo ni una colección de cuentos en el sentido clásico; es un mosaico de 191 relatos breves, un caleidoscopio de emociones y vivencias que Eduardo Galeano hilvana con la maestría de un artesano y la ternura de un amigo. Escrito durante su exilio en España, este libro respira nostalgia, resistencia y una fe inquebrantable en la humanidad, incluso en sus rincones más oscuros. Cada relato, acompañado de grabados y dibujos hechos por el propio autor, es una pincelada en un lienzo mayor: la memoria. “Recordar: del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón”, escribe al inicio, y esa frase es la llave que abre la puerta a un mundo donde las paredes hablan, los sueños se rebelan y los olvidados alzan la voz. La obra no sigue un hilo conductor temático; salta de la política a la religión, de la cultura a la literatura, de lo íntimo a lo colectivo, como si Galeano hubiera atrapado fragmentos de vida en frascos de cristal y los ofreciera al lector para que los saboree a su antojo.

En estas páginas, el lector se encuentra con un Galeano que celebra la vida en todas sus formas. Hay historias que arrancan sonrisas, como la del hombre que abraza a su sombra para no sentirse solo, o la de los amantes que se buscan en grafitis perdidos en las calles de Montevideo. Otras golpean como puñetazos: el relato del niño que dibuja un sol negro en un campo de refugiados, o las voces silenciadas por la dictadura que aún susurran en las grietas del tiempo. La guerra, el exilio, la injusticia laten en cada rincón, pero también lo hacen el amor, la esperanza y la resistencia. Uno de los pasajes más memorables es el sueño de Helena Villagra, donde las palabras, guardadas en frascos, suplican a los poetas que las elijan, una metáfora sublime de la relación entre el escritor y su oficio. Otro momento inolvidable es el del grafiti que dice “Tengo una mujer atravesada entre los párpados”, una confesión que mezcla pasión y melancolía con una intensidad que corta el aliento. Los personajes —anónimos, amigos, sobrevivientes— desfilan por estas páginas como fantasmas vivos, dándole carne y hueso a un continente herido pero indomable.

Lo que hace de El libro de los abrazos una obra adictiva es su capacidad para ser a la vez ligera y profunda. Los relatos, que rara vez superan las tres páginas, son como sorbos de un café fuerte: breves, pero cargados de sabor. Galeano no se anda con rodeos; va al hueso de las emociones y las ideas, destilando en pocas palabras verdades que resuenan por días. Hay una musicalidad en su prosa, un ritmo que seduce y envuelve, como si cada historia fuera un abrazo en sí misma: algunos cálidos y largos, otros fugaces pero intensos. La inclusión de sus propios dibujos no es un adorno; es una extensión de su voz, un trazo que dialoga con las palabras y las hace más vívidas. El libro también refleja su compromiso político —su condena al neoliberalismo, su amor por los desposeídos—, pero nunca cae en el sermón; prefiere mostrar, no decir, y deja que el lector saque sus propias conclusiones.

Entre lo más destacado está su retrato de América Latina como un cuerpo vivo, lleno de cicatrices pero también de sueños. Galeano no idealiza; mira de frente el dolor —las dictaduras, la pobreza, el desarraigo— y lo transforma en algo dolorosamente bello. Historias como la del exiliado que encuentra consuelo en un acordeón viejo, o la del muralista que pinta rostros prohibidos, son espejos de un continente que se niega a olvidar. El libro es, además, un homenaje a los lectores, a esos que, como Lucía Peláez, roban novelas y las llevan consigo a lo largo de la vida hasta que se vuelven suyas. Es una obra que invita a releer, a compartir, a subrayar frases que se clavan en el alma. El libro de los abrazos no se termina cuando se cierra; sigue abrazándonos, susurrándonos al oído que, a pesar de todo, vale la pena seguir caminando, soñando, recordando. Con esta obra, Galeano no solo abraza al lector; abraza al mundo entero, ofreciendo un refugio donde la memoria y la esperanza se encuentran para danzar juntas bajo la luz de un sol que, aunque a veces negro, nunca deja de brillar.





 

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