domingo, 23 de febrero de 2025

CATECISMO Y EXPOSICIÓN BREVE DE LA DOCTRINA CRISTIANA, POR JERÓNIMO DE RIPALDA

  

CATECISMO Y EXPOSICIÓN BREVE DE LA DOCTRINA CRISTIANA, POR JERÓNIMO DE RIPALDA

Jerónimo de Ripalda vino al mundo en 1535, en la árida y recia ciudad de Teruel, un lugar donde las piedras parecen contar historias de resistencia y fe. Hijo de Bernardino de Ripalda, un médico que había compartido aulas con Ignacio de Loyola en Alcalá de Henares, su infancia transcurrió entre el aroma de los libros y las discusiones intelectuales que llenaban su hogar. Sin embargo, la relación con su padre no fue un lecho de rosas; Bernardino, con una mezcla de orgullo y temor, se opuso ferozmente a que su hijo ingresara en la Compañía de Jesús, llegando incluso a obtener un decreto real para impedirlo. Pero Jerónimo, testarudo como el paisaje aragonés que lo vio nacer, no cedió. A los 14 o 16 años, escapó de las expectativas paternas y se unió a los jesuitas, iniciando un camino que lo llevaría de Gandía a Valencia y de regreso a Alcalá, donde forjó su espíritu entre estudios teológicos y una devoción que ardía como una llama inextinguible. Su vida no fue un tranquilo retiro académico; en 1586, siendo rector del colegio de Villagarcía de Campos, la Inquisición de Valladolid lo apresó bajo sospechas de complicidad en casos de solicitación y supuestas herejías alumbradas. Absuelto tras dos años de incertidumbre, emergió con una determinación renovada, dispuesto a dejar su marca en un mundo convulso.
La trayectoria de Ripalda está tejida con hilos de fe, controversia y un talento literario que trascendió su tiempo. Confesor de Teresa de Jesús, la santa de Ávila lo menciona con afecto en su Libro de las Fundaciones, relatando cómo, en 1573, la animó a escribir sobre los monasterios que había fundado. Ese encuentro en Salamanca no fue casual; revela a un hombre que no solo vivía su fe, sino que la compartía con una intensidad que inspiraba a otros. Su obra más célebre, Catecismo y exposición breve de la doctrina cristiana, publicada por primera vez en Burgos en 1591, nació en un contexto de fervor religioso tras el Concilio de Trento, cuando la Iglesia buscaba fortalecer la fe de los fieles frente a la Reforma protestante. Pero ya en 1586, versiones manuscritas circulaban entre los jesuitas, aunque no sin críticas; el provincial Pedro Villalba las tachó de poco favorecedoras, un juicio que no detuvo su difusión. Ripalda murió en Toledo el 21 de abril de 1618, dejando tras de sí un legado que se extendería por siglos, desde las aulas de España hasta las tierras lejanas de América y Filipinas. Traductor también del Contemptu Mundi de Tomás de Kempis, su pluma fue un puente entre la tradición y la enseñanza, un eco de su vida dedicada a iluminar almas.
Catecismo y exposición breve de la doctrina cristiana es mucho más que un manual religioso; es una ventana al alma de una época y al genio de un hombre que supo destilar lo complejo en lo esencial. Escrito en un lenguaje claro y estructurado como un diálogo entre maestro y discípulo, el libro se propone guiar a los niños —y a todo aquel dispuesto a aprender— por los senderos de la fe católica con una simplicidad que desarma y una profundidad que cautiva. Desde su apertura, con la señal de la cruz como un rito que protege cuerpo y espíritu, hasta sus reflexiones sobre los novísimos —la muerte, el juicio, el infierno y el cielo—, Ripalda construye una obra que no solo enseña, sino que abraza al lector con una calidez casi paternal. La edición príncipe, impresa por Felipe de la Junta en Burgos, despliega una estructura meticulosa: comienza con las obligaciones del cristiano, desglosando oraciones como el Padrenuestro y el Ave María, y avanza hacia los mandamientos, los sacramentos y las virtudes, todo ello salpicado de preguntas que invitan a la reflexión. “¿Qué quiere decir cristiano?”, pregunta el maestro, y el discípulo responde: “Hombre que tiene la fe de Cristo, que profeso en el bautismo”. Así, en cada línea, se siente el pulso de un texto vivo, diseñado para ser memorizado y recitado, un eco que resonaría en las voces de generaciones.
La obra no se queda en la superficie; explora los misterios de la fe con una precisión que roza la poesía. Al hablar de Cristo, Ripalda lo presenta como “Dios y Hombre verdadero”, hijo de Dios y de la Virgen María, una dualidad que encierra el corazón del cristianismo. Los mandamientos de la Ley de Dios se despliegan como un mapa moral, mientras los sacramentos aparecen como faros de gracia en un mundo oscurecido por el pecado. Pero lo que hace al catecismo inolvidable es su capacidad para conectar lo divino con lo cotidiano: los sentidos corporales, los dones del Espíritu Santo, las obras de misericordia se entrelazan en una danza que muestra cómo la fe no es un lujo de los eruditos, sino un pan para los humildes. En sus páginas finales, un acto de contrición invita al lector a mirar dentro de sí mismo, a arrepentirse y a encontrar paz. Esta estructura no es estática; con los años, editores como Juan Antonio de la Riva en el siglo XVIII añadieron preguntas y respuestas, adaptándola a nuevos tiempos sin perder su esencia. Su impacto trasciende fronteras: traducido al náhuatl, otomí, tarasco, zapoteco, maya y hasta al euskera por Martín Ochoa de Capanaga en 1656, el catecismo llegó a América y Filipinas, no solo para evangelizar, sino para enseñar a leer y escribir, convirtiéndose en un pilar de la educación colonial.
Lo más destacado del libro es su vigencia y su alcance. En España e Hispanoamérica, fue el texto con el que millones aprendieron la doctrina cristiana hasta el Concilio Vaticano II en 1965, un manual reimpreso cientos de veces que moldeó la fe de niños y adultos por igual. Su enfoque dialogado lo hace adictivo; cada pregunta abre una puerta, cada respuesta enciende una luz. No es un tratado teológico árido, sino una conversación viva, un susurro que acompaña al lector en su búsqueda de sentido. Ripalda no rehúye los temas duros —los pecados capitales, los enemigos del alma—, pero los equilibra con la promesa de las bienaventuranzas y los frutos del Espíritu Santo, ofreciendo un retrato de la vida cristiana como un camino de lucha y esperanza. Para los pueblos indígenas, fue más que un catecismo; fue una herramienta de supervivencia cultural, un puente entre sus lenguas y el castellano. En sus poco más de cien páginas, según las ediciones, condensa una cosmovisión que une cielo y tierra, un legado que sigue resonando en quienes hojean sus palabras con asombro.
Jerónimo de Ripalda, con este catecismo, no solo escribió un libro; forjó un instrumento de memoria y resistencia. Su vida, marcada por la oposición, el exilio interior y la entrega, se refleja en una obra que lleva su espíritu: directa, humilde, pero cargada de una fuerza que atraviesa siglos. Catecismo y exposición breve de la doctrina cristiana es un tesoro para quien busca entender la fe católica en su forma más pura, pero también para quien desea sentir el latido de una época donde las palabras podían cambiar vidas. Leerlo es como sentarse a los pies de un maestro sabio y bondadoso, uno que, con cada pregunta, nos invita a mirar más allá, a encontrar en lo simple la grandeza de lo eterno. Es una historia de fe, sí, pero también de humanidad, un canto a la capacidad del espíritu para elevarse, incluso en los tiempos más oscuros.








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