William Beckford fue, antes que nada, un personaje tan extravagante como fascinante, cuyo nombre parece surgir de las brumas de un tiempo en que la literatura era también un juego de máscaras, excesos y secretos. Nacido en 1760 en Inglaterra, en el seno de una de las familias más ricas del país, fue un diletante genial, un mecenas de las artes, un coleccionista compulsivo, un viajero incansable y, por encima de todo, un esteta profundamente adelantado a su tiempo. Su vida estuvo marcada por escándalos —el más sonado, un exilio tras una relación considerada escandalosa con un joven aristócrata—, y por una sensibilidad artística que lo llevó a construir Fonthill Abbey, una especie de castillo gótico delirante que parecía salido de los sueños de un alquimista. En medio de esa existencia exuberante y repleta de contrastes, Beckford escribió Vathek, una novela que, más que una obra, es un delirio orientalista con alma faustiana, una joya oscura que anticipa tanto el romanticismo como el decadentismo.
Publicado originalmente en francés en 1787, y más tarde en inglés, Vathek se impone desde sus primeras líneas como una rareza irresistible dentro del canon literario. Inspirado en Las mil y una noches pero con una profundidad filosófica que roza lo demoníaco, el libro narra la historia del califa Vathek, un gobernante de apetitos desmedidos, cuya sed de conocimiento y poder lo conduce a pactos con fuerzas infernales. Beckford retrata a su protagonista con una mezcla de ironía y horror: es un hombre brillante, refinado, pero dominado por una ambición tan intensa que roza la monstruosidad. Lo que comienza como una historia de fasto oriental —palacios de ébano, fuentes de perfumes, genios invisibles, sabios herejes y danzas encantadas— pronto se convierte en una espiral descendente hacia la perdición.
El estilo de Beckford es barroco, exuberante, plagado de imágenes que brillan como espejismos. Cada página de Vathek es un ejercicio de seducción estética: los sentidos se embriagan con la opulencia de las descripciones, mientras que la mente es arrastrada a reflexionar sobre la fragilidad del alma humana cuando es empujada por el deseo desordenado de trascender sus límites. El califa, en su búsqueda de los secretos del universo, encuentra no el conocimiento iluminador, sino la condena eterna en unos subterráneos donde el tiempo se disuelve en lamentos. El mensaje es claro y atemporal: hay saberes que devoran, hay ambiciones que ciegan, hay puertas que, una vez abiertas, no pueden volver a cerrarse sin precio.
Pero Vathek es mucho más que una advertencia moral o una fantasía gótica. Es también una crítica velada a la vanidad del poder, una parodia de las pretensiones ilustradas de dominar lo arcano, y un ejemplo temprano de cómo lo fantástico puede ser una vía legítima y poderosa para explorar la condición humana. Lo diabólico y lo sublime conviven en sus páginas con una intensidad hipnótica, y no es casual que autores como Byron, Mallarmé o Lovecraft lo hayan considerado una obra de culto. Beckford, desde su torre de libros, exilio y deseo, escribió no para agradar a su época, sino para desafiarla, y con Vathek logró lo más difícil: crear una obra inclasificable que aún hoy fascina por su oscuridad luminosa.
Leer Vathek es como adentrarse en un palacio encantado cuyas salas giran sobre sí mismas. Es una experiencia más que una lectura, un viaje hacia lo abismal con el perfume embriagador de lo prohibido. Beckford no escribió muchas novelas, pero con esta una sola bastó para asegurarle un lugar entre los visionarios, entre aquellos que no escribieron simplemente para contar historias, sino para construir mundos donde el alma del lector pudiera extraviarse… y acaso no volver igual.
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